Era redonda y cristalina, volaba tan libre.
Verla era todo un placer, los rayos del sol eran de repente convertidos en arco
iris que se mezclaba a la perfección con las sonrisas de los niños que corrían
alrededor con la ilusión de capturar una burbuja de jabón.
Es un lugar que el tiempo ha visto crecer. Los
gobernantes jugando a titiriteros han manejado este títere indefenso y viejo
llamado: Plaza de Bolívar. Hace unos años quizás ocho, o tal vez nueve, la
imagen era otra. Las burbujas también jugaban, esta vez alrededor de una pileta
que cubría el centro del lugar. La meta de los juegos era dar tantas vueltas a
la “piscina” como fuera posible, casi como si se tratara de una carrera de
fondo, uno de esas que dan medallas de oro en podios.
El ambiente era tan mágico, tan de ensueño. Los
niños tomaban sus juguetes con una mano y con la otra a sus padres, los que no
podían negarse a alegrías tan inmensas. Correr, gritar, girar, jugar, fue pan
de cada día en el lugar. El sol resplandecía y el viento era amigo de las
cometas.
Luego el poder atacó, arrebatándoles a los
niños el lugar perfecto para maldades inocentes. Se llevaron la pileta. Se
llevaron las sonrisas, el lugar quedaba en la misma dirección, pero hasta el
sol lo abandonó. Las sonrisas se cambiaron por ronquidos de abuelos que
aburridos encontraron en aquel lugar triste y vacío un espacio para dormir, tomarse
un café y tal vez recordar con melancolía las sonrisas inocentes que existieron
alguna vez.
Pero los años pasaron, y el lugar ahora había
caído en mira de los malintencionados, lo que alguna vez fue sede de alegrías,
reencuentros y burbujas, era ahora sitio público para tomar, fumar, maldecir y
hasta robar. La confianza de la Plaza de Bolívar se había destruido. Ya solo
era llamada el sitio de los árboles caídos, puesto que hasta su inconfundible
verdor se había perdido.

Las flores le dan vida, de nuevo huele a
limpio. Hay espacio para volver a correr, gritar, jugar, brincar y enamorarse.
Pobres de aquellos que no pudieron vivir el robo de un beso travieso, o la
tomada de manos inocente a la par del saboreo de un helado en una tarde
calurosa.
Los abuelos sintieron de nuevo la vida correr
por su piel. Don Luis es uno de ellos, él lleva 30 años en el mismo lugar, cada
día después del almuerzo y como si fuera parte de su rutina diaria se reúne con
sus amigos a tertuliar en la Plaza de Bolívar, al son de las sonrisas y con el
aroma de un buen café.
Pero eso sí, como un relojito cuando marcan
las seis de la tarde él se despide con voz amable de sus compañeros de
recuerdos y se encamina al lugar donde su amada lo espera. Lo recibe la misma
sonrisa que lo enamoró hace 60 años atrás, y él recuerda con dulzura en sus
arrugas las alegrías que le dio con cada uno de sus trece hijos.
La toma de la mano y se va con ella al lugar
que ha sido testigo de décadas de amor. Él le cuenta de sus aventuras evocando
las sonrisas de los niños traviesos que cruzaron frente suyo recordándole la
chispa de la vida. Ella serena, solo se pregunta si Luis no se cansará algún
día de los pequeños, y le recuerda, a sus 20 nietos y seis bisnietos, que tanto
los enorgullecen.
Tras conversar, se van a la cama, mañana será
un día más y a menos de que la lluvia haga presencia, don Luis partirá de nuevo
después del almuerzo a su lugar de encuentro. “Sólo cambio de rumbo los domingos, porque me voy con mi vieja a pasear
y a comer lejos” dice don Luis.
El reflejo de la vida y de la igualdad se
funde en un mismo lugar. Los juegos y el amor. La familia y los amigos. Todos
combinan bien con una buena taza de café o un cono de helado a rebosar. Y el
lugar perfecto para congeniar es de nuevo la Plaza de Bolívar de Calarcá.